La Misteriosa

Aunque algunos se vanaglorian de ello, yo despotrico un poco de esa fama que tenemos los de acá. Creo que no todos somos sabiondos de café, ni vestimos trajes, ni usamos sombrero a diario. Tampoco usamos bastón por lo pesada que puede resultar nuestra sabiduría para nuestras piernas. Por sobre todas las cosas, me revienta la actitud fingida de quienes quieren darse ese aire de intelectuales más por la pinta que por el fondo que los sustenta.

Les explico. Mi ciudad, es cierto, tiene tradición de escritores, cantantes, dramaturgos y algún que otro poeta. Lejos de ser bohemios intelectuales, fueron artistas a la vieja usanza: señores que vivían muy bien de eso, publicando en prestigiosas revistas de público masivo y dándose la buena vida con un café con coñac en uno de esos bares míticos que abundan en las avenidas del centro.

Por respeto a todos los que voy a nombrar, he decidido cambiar sus nombres e inclusive el de la propia ciudad, porque sería fácil identificarlos a todos ellos, si supieran en dónde vivían.

Dicho esto, debo decir que mi abuelo era uno de ellos: un intelectual. Eugenio Lamoneda, el papá de mi papá, fue redactor de la revista “Vientos”, jefe de redacción del diario “Pluma celeste” y fundó algunas publicaciones que, a pesar de que ya no circulan, tuvieron cierto éxito durante algunas décadas, como es el caso de “Bambalinas”, una revista sobre el mundo del teatro, y “Cuadernos de celuloide”, su equivalente para el universo cinematográfico. No fueron las únicas. El viejo Lamoneda también había trabajado en el semanario “Café de la esquina” y en los diarios “El nacional”, “El matutino” y “La gaceta” por mencionar algunos.

Mi abuelo, don Eugenio, peinaba con gomina, iba siempre de traje y corbata aunque fuera verano y se codeaba con los muchachos del bar (a no confundir con los del café, que es otra cosa), pero los miraba un poco de reojo cuando se ponían a hablar de futbol. De hecho, siempre intentó disimular que había dado sus primeros pasos en el periodismo en la sección de turf de un diario local.

En cambio, mi papá le había salido “torcido”. Mi viejo, Raúl Alfredo Lamoneda, era un artista, pero de otra clase: mi viejo era ferretero. Era un literato industrial que, en vez de pasarse la vida leyendo a grandes autores clásicos y llenando páginas de tinta describiendo las calles de La Misteriosa, deglutió con los ojos millones y millones de páginas de manuales de aparatos, folletos informativos de piezas de repuesto y revistas con novedades del sector.

Pero había más. Mi viejo se quedaba fascinado viendo las estrías de un tornillo de bronce al que consideraba la apoteosis del intelecto humano. Mi viejo entendía que el canon de belleza de este mundo no eran los cuadros colgados que adornaban los museos, sino los clavos que permitían suspenderlos de las paredes del edificio en cuestión. Mi viejo entendía que lo más hermoso de la existencia radicaba en que los dientes de un engranaje encajaran con los de otro para que el mundo siguiera girando.

Y aunque no derrochó jamás una gota de tinta en ninguna línea de aires literarios, se pasó la vida garabateando diagramas y prototipos sobre infinitas libretas que son dignas de una admiración casi tan grande como las de las páginas que nos dejó mi abuelo. 

Yo llegué a conocerlos bien a los dos: mi abuelo falleció muy mayor a los 99 años.

De niño, el aura del viejo Lamoneda lo abarcaba todo. Cuando salíamos a comer afuera, en los restaurantes de la avenida principal de La Misteriosa, mucha gente se acercaba a pedirle una foto o un autógrafo. A las fotos, accedía sin demasiado problema siempre sujetando por delante de su humanidad el bastón y borrando de su rostro todo vestigio de sonrisa para acentuar su aire de tipo serio. Pero con los autógrafos era reacio: “un autógrafo no, pero si tiene un libro se lo puedo dedicar” solía decir. Lo curioso es que remataba todas aquellas dedicatorias con su rúbrica. Supongo que lo que a él le incomodaba era que la gente se llevara un papelito insignificante con su firma: él solo estampaba su garabato personal en las páginas de un libro que implicaba un uso más noble y culturalmente más elevado del papel.

Yo me crie viendo como ese prestigio del que gozaba mi abuelo, ensombrecía la figura de mi padre. No obstante, a mi viejo eso nunca le pesó para nada: él era feliz en su mundo de tuercas, tornillos y caños flexibles cromados, compartiendo con sus amigos del bar conversaciones sobre fútbol, caballos y, por supuesto, automovilismo.

Finalmente, con el paso del tiempo, la reputación de mi abuelo se fue marchitando tanto como su aspecto. Criticaba a mi padre por despilfarrar tiempo con esos vagos mundanos que se la pasaban hablando de quién era el mejor fullback del campeonato o sobre quién tenía que jugar de wing en la selección. A mí, esas conversaciones que tuve el privilegio de presenciar en calidad de testigo silente me resultaban de lo más fascinantes. Entendí que entre manices que se hundían en los porrones de la mesa donde dialogaban mi viejo y sus amigos del barrio (los muchachos), había casi tanta sabiduría como en las diferentes publicaciones del viejo Lamoneda.

Aunque a mi papá nunca le molestó mucho la actitud impostada de don Eugenio, a mí me empezó a fastidiar un poco que aquel anciano cascarrabias mirara por encima del hombro el universo de mi padre y, a la vez, se la pasara escribiendo con estilo costumbrista sobre las reuniones de los “pibes de barrio” y sus andanzas. 

Ya de mayor (tampoco muy mayor, porque aún no superé la barrera de los 40), entendí que, por cuestiones del mercado editorial, después del auge de las publicaciones intelectuales de los ’50 y los ’60, a los tipos de la generación de mi abuelo, sólo les quedaba un camino para seguir viviendo de lo que escribían y eso era capitalizar el buen momento por el que pasaban los relatos costumbristas sobre la vida urbana en La Misteriosa. Se vendían como pan caliente porque tenían la firma de aquellos maestros consagrados de la literatura local y tocaban temas que les eran cercanos a aquellos lectores de clase media que veían retratadas historias mundanas como las que ellos vivían a diario.

Aunque mi abuelo se justificaba diciendo que el viraje de estilo se debía a una búsqueda menos pretensiosa que la de décadas anteriores, a mí no me hacía falta ser crítico literario para saber que esos libros representaban lo más menor de su obra y eran simplemente material fácil de vender que le permitía vivir de manera holgada, inclusive cuando su pensión era, al menos, modesta.

Alguna vez, en un arranque de furia por un altercado que tuvo con mi padre, lo mandé a cagar y le dije: “¡usá las páginas de tu último libro como papel higiénico que sólo sirven para limpiarse el culo!”. El viejo Lamoneda se quedó pasmado y me quiso retrucar, pero yo tenía rapidez para el insulto noqueador: “¡y dejá de usar gomina para esos tres pelos locos que te quedan que parece que te pusiste barniz en la pelada!”. 

Como pueden imaginar, con el paso el tiempo, mi relación con mi abuelo fue cada vez a peor. Todo eso no hizo más que acrecentar la figura de mi viejo que se fue convirtiendo en un ídolo pagano que tenía una destreza en las manos y un bagaje de conocimientos útiles en el bocho tan grande que me hacían considerarlo el Da Vinci del siglo XX.

Cuando se me rompía el coche, mi papá le pegaba una mirada y me decía si tenía que ir a lo de Tito, Fito o Cacho a comprar el repuesto para que me saliera más barato y, si él no me lo podía arreglar, me recomendaba ir a “Escapes Cirulo”, “Carburación Hermanos Fernández” o “Mecánica General Pavón” para que “no me arrancaran la cabeza”. 

A los seis meses de mudarme sólo, mi viejo se dio cuenta de que a mi madre no le hacía mucha gracia que todas las semanas le llevara un bolso con ropa sucia para lavar y planchar y me llevó a un mercado de segunda mano a comprar un lavarropas por menos plata de lo que me costaría ir al lavadero durante un mes. El secreto es que el lavarropas estaba defectuoso y mi viejo lo hizo funcionar al cabo de dos o tres horas de trabajo.

En fin, mi viejo y su ingenio hacían la vida más fácil de todos los que le estábamos cerca. Raúl Alfredo Lamoneda era uno de esos dientes de los engranajes que hacían girar el mundo. En tanto que, para mí, mi abuelo se convirtió en una imprenta de libros que para lo único que servían era para poner debajo de la cama para nivelar una pata defectuosa.

Mi encono para con el viejo Lamoneda llegó a su culmen una tarde en la que le dediqué otro de mis ilustres versos procaces. El detonante, esta vez, había sido el regalo de cumpleaños de mi padre: a él, le generó mucha más alegría que yo le regalara entradas para el partido del domingo (uno de esos clásicos picantes que iban a definir el campeonato) que el libro que mi abuelo le regaló con una escueta dedicatoria de línea y media. El viejo Lamoneda miró con desprecio mi regalo y farfulló algo para sí mismo, mientras mi papá le agradecía el obsequio. En cuanto me quedé a solas con mi abuelo, le dije que para poner cara de culo en los cumpleaños de mi padre que mejor se muriera dentro de poco así esta era la última vez que nos regalaba semejante espectáculo.

Aunque me percaté de mandar a la mierda a mi abuelo en privado, mis dichos vehementes tuvieron repercusión. Mi viejo, que tenía muchísimo tacto, esperó dos o tres días a que se calmaran las aguas y me invitó a tomar algo al bar donde se reunía con sus amigos. Yo presentía que me iba a instar a fumar la pipa de la paz con el viejo Eugenio.

Para mi sorpresa, al sentarnos en el bar donde él se reunía con los muchachos, no se pidió una cerveza con manices, sino un café con leche con medialunas. La charla fue larga y algo densa de a momentos, pero la resumiré con los pasajes más importantes.

-Tu abuelo no es un mal tipo. Es un señor de otra época, acostumbrado a ciertas cosas que, para mí, ya no van más-

-Sí, pero por eso no te tiene que hacer la vida imposible- repliqué.

-Tu abuelo nunca me hizo la vida imposible. Me dio una buena educación e, inclusive, accedió a que fuera al colegio industrial cuando se desvivía porque yo siguiera la rama de humanidades en alguno de estos colegios públicos centenarios o en esos privados de la zona norte que son bilingües. Aunque te reconozco que tu abuela intercedió mucho para que esto pasara, sin la venia del viejo, nunca hubiera sucedido-

-¿Entonces por qué está siempre reprobando todo lo que hacés?-

-Porque así lo hizo la vida. Se moldeó de una forma y, con el tiempo, es difícil hacer cambiar de ideas a quien se va haciendo mayor-

-Vos ya peinás canas y no pensás igual que él a su edad-

-Puede ser. Pero yo soy hijo de mi padre y él es hijo de esta ciudad-

-¿Cómo..?- pregunté desconcertado.

-Tu bisabuelo fue un inmigrante que se bajó del barco, embarazó a su mujer y no se quedó a verla parir porque a los pocos meses volvió a cruzar el océano para llevarle plata a su familia. Aunque volvió un par de veces más para acá, estaba muy ausente. Mientras tanto, tu bisabuela Mary, se dejó el lomo para que a tu abuelo no le faltara nada. Pero había carencias y por eso el viejo, ya de pendejo, se mandó a pedir trabajo en donde fuera y lo contrataron en el diarito ese donde empezó cubriendo el turf-

-¡Ah!, pero ¿eso qué tiene que ver?-

-Tu abuelo se hizo en la calle. Tu bisabuela Mary, mi abuela, me contó alguna vez que, por ese entonces, estaba fascinado con Ludovico Pérez Sanz, jockey ganador del Grand Prix de San Eduardo en seis años consecutivos. ¿Te lo imaginás al viejo con un poster de un ídolo deportivo en su cuarto? Imposible, pero pasó. El caso es que le hubiese gustado ser como él: un ganador que se iba de farra todas las noches a los casinos y, se rumoreaba, había logrado una copiosa fortuna jugando al póker en las trastiendas clandestinas de ciertos cafés del centro. Tu abuelo lo seguía, pero como era muy pendex y no tenía un mango para pasar a la parte de atrás, se quedaba en la barra o en alguna mesa tomando un café con leche, mientras esperaba a Pérez Sanz para preguntarle cómo le había ido. Él siempre salía con una sonrisa, le guiñaba un ojo y le decía “en el podio, pichón” y acto seguido se llevaba alguna dama de las que pululaban en el bar-

-Entonces, si tenía un ídolo deportivo, ¿cómo fue que se pasó para el otro lado y se convirtió en ese intelectual recalcitrante de enciclopedia?-

-Resulta que una noche, tu abuelo estaba esperando en la barra del Café Splendid de la avenida principal. Era tarde, más de medianoche. Tu abuelo ya iba por el quinto submarino y había relojeado el partido de backgammon de los viejos de la mesa de al lado unas seis o siete veces, cuando escuchó a la policía llegar. No entraron al café, sino que se dirigieron al callejón contiguo. Le llamó la atención el tumulto que se empezó a generar y se fue a ver qué pasaba: Pérez Sanz estaba tendido en el suelo del callejón, bañado en sangre con una puñalada a la altura de los riñones. Lo había acuchillado un matón del capitalista que le subvencionaba las deudas de juego que había ido acumulando en los últimos años y que nunca se había dignado en saldar. Al parecer, no hacía podio todas las noches. De hecho, quedaba último en más de una ocasión y tuvo que empeñar varios de los trofeos para pagar. Pero cuando se le acabaron las copas, siguió su fastuoso estilo de vida, sin percatarse de que algún día lo iban a venir a apretar para que pagara sus deudas. Tu abuelo se enteró de todo esto al día siguiente, cuando leyó toda la historia en la prensa. Se le cayó un ídolo. Se le vino abajo su anhelo de estilo de vida y, por ingenuo, seguía yendo casi todos los días al Splendid a sentarse en la barra y mirar la gente pasar, esperando que Pérez Sanz volviera a emerger de entre las cortinas de terciopelo bordó que dividían el salón principal de la trastienda-

Mi viejo hizo un silencio de unos tres segundos y le dio un sorbo al café. Yo escuchaba impertérrito y no me atreví a interrumpir y es por eso que prosiguió.

-Como se dio cuenta de que ir de noche al café le generaba una angustia extra al ver salir a otros apostadores, pero nunca a Pérez Sanz, empezó a frecuentar el Splendid de día, más bien, por las tardes. El ambiente en el café era otro: no había chinitas de esas que esperaban el caballo ganador y las mesas con viejos que jugaban al backgammon eran más de una. De hecho, estos viejos se percataron de la presencia de tu abuelo que, por ese entonces, era un jovencito de ventipocos. Algunos de ellos sabían que era el fiel admirador de Pérez Sanz y, un poco por pena, lo empezaron a invitar a sentarse en las mesas donde jugaban. Muchos de esos señores no jugaban al backgammon por afición, sino por el mero hecho de tener una excusa para sentarse a dialogar con sus pares. La realidad era que jugaban de manera casi automática y el vencedor nunca sentía haber terminado un escalón por encima del derrotado: no había podio, la ganancia era sabiduría compartida con un tablero de por medio-

Me vi reflejado en el viejo Lamoneda pensando en cómo me fascinaba a mí, de chiquito, ir a ese mismo bar donde estaba sentado en ese momento con mi padre, para escucharlo a él y a sus amigos compartir su erudición sobre tácticas de futbol, caballos ganadores y lo último sobre el árbol de leva que le permitiría a Gutiérrez ser campeón de Turismo Carretera.

Al parecer, mi abuelo, a partir de entonces, dio un vuelco radical tras el desengaño que había sufrido por la admiración a aquel jinete deudor. Se prometió a sí mismo que aquellos personajes no debían ser su ejemplo a seguir, aunque podría mantener la cercanía con ellos a través de la distancia que le daban las páginas de los libros que se dispuso a escribir. Mi abuelo en su juventud publicó títulos como “Escalera real”, “Asesinato en el zaguán” y “Balada de la baldosa fría: la mejor mano del jockey”. Esos libros le abrieron las puertas a varis editoriales, le forjaron un buen pasar como redactor fijo en diferentes medios de prensa y todo ello lo catapultó a poder dirigir, e inclusive fundar, nuevas publicaciones como las que mencioné anteriormente.

No había duda de que el viejo Lamoneda tenía la sangre de sus padres, pero era hijo de La Misteriosa. Su verdadera educación la había recibido en las mesas de los cafés y no en los pupitres de la escuela. Cuando dejó la publicación de turf para trabajar como “periodista serio”, recauchutó todo lo que había aprendido en el colegio para mezclarlo con aquellas andanzas callejeras y plasmarlo en mares de tinta que le abrieron las puertas al mundo profesional de la escritura. Sabía que nunca lo hubiese logrado de no ser por aquellas tertulias de backgammon y, por eso, cuando vio como, uno a uno, esos viejos empezaron a desaparecer por el natural transcurso del tiempo, se propuso mantener viva esa tradición invitando a sus amigos del mundo editorial a compartir una taza de café mientras divagaban intelectualmente sobre las calles de La Misteriosa. Es cierto que, con el tiempo, el tablero también desapareció y que esas conversaciones fueron tomando otro cariz porque aquellos nuevos compañeros de mesa, al igual que él, empezaron a hacerse un nombre en el local mundillo de las letras, pero la esencia se mantenía. Era un juego donde la ganancia era colectiva.

Después de aquella conversación con mi viejo, me quedé pensando por qué, si tanto él como mi abuelo transitaron las mismas calles, salieron los dos tan distintitos. Le busqué la vuelta a esta cuestión y, sólo así, entendí por qué a mi ciudad, algunos, cariñosamente la llamamos La Misteriosa. Entendí que seguir los mismos senderos, te puede llevar a destinos diferentes y que los recorridos de esta urbe, a veces, son caminos más ligados al tiempo que al espacio.

A la semana siguiente, cuando mi viejo se juntó con los muchachos de siempre a ver el partido en el bar, me quedé mirando cómo los porrones de cerveza dibujaban sobre las mesas de aglomerado esas aureolas circulares que replicadas por toda la superficie iban configurando, de alguna forma, una especie de tablero donde se jugaba un juego sin fichas, sino con palabras. 

Al igual que cuando chico, me quedé mirando, escuchando fascinado y absorbiendo todo lo que podía.

 

 

 

 

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