¡Suelo santo!

No me malinterpreten, pero soy un buen cristiano que no cree en Dios. Sé que para muchos de ustedes, será difícil entenderlo, pero para mí, es lo más sencillo del mundo: me cae bien todo lo que tiene ver con la liturgia católica, excepto esa parte del más allá y la figura del todopoderoso. 

Salvo eso, en lo demás, estoy de acuerdo, prácticamente, con todo. Me gustan las iglesias, me agradan los rituales de los sacramentos, pecar me genera culpa y los sacerdotes, generalmente, me parecen tipos cultos con los que se puede entablar una amena conversación. Eso sí: nunca pongo de manifiesto mi herejía.

El secreto está en que me crie en un pequeño pueblo de Padua en el que todo estaba atravesado por el culto religioso: la educación estaba a cargo de los curas y las monjas, la iglesia organizaba actos sociales y obras de caridad, el equipo de fútbol del pueblo llevaba el nombre de un santo y hasta parecía que para acostarse con una mujer había que pasar primero por la iglesia porque las relaciones por fuera del matrimonio eran sacrílegas. 

Pero yo decidí tomarme las cosas un poco más a la ligera. A la escuela iba poco. Le había dicho a mi profesora que tenía que repartir mi tiempo entre los estudios y un trabajo de medio día que había conseguido para ayudar a la economía familiar, mentira que se mi profesora se tragó fácilmente ya que era hijo de madre viuda (mi padre había muerto en la guerra o, al menos, nunca había regresado de ella). Como iba poco a la escuela, la parte teórica del catequismo la llevaba muy mal: cuando tocaba ir a misa, miraba lo que hacían los demás y trataba de copiarlos, pero si me preguntaban cuál era mi parábola favorita de la Biblia, lo primero que me venía a la mente era la gran interrogante de qué demonios era una parábola. Es decir: sabía la práctica y con eso intentaba disimular mis carencias teóricas. 

Es por eso, creo yo, que me resultaban simpáticos todos esos rituales eclesiásticos: al no poder darle sentido a lo que sucedía durante la misa, me limitaba a fascinarme con los detalles del fasto que decoraba la iglesia y de lo bien que funciona esa mentirita del ser supra terrenal para mantener en orden y callado a todo un auditorio lleno de pecadores.

Durante años, nadie sospechó nada. Ni siquiera yo. Aunque a veces tenía raptos de culpa y me sentía un farsante, aquellas digresiones desaparecían al darme cuenta que desde afuera yo parecía “uno más”.

Cuando cumplí veinte años, empecé a trabajar en el taller de don Vittorio. Don Vittorio había trabajado con mi padre reparando motores de todo tipo para la compañía eléctrica de la región, hasta que arto de tener que ir a huelgas cada dos meses, decidió invertir todos sus ahorros en abrir un pequeño taller ubicado en una buena zona del pueblo. ¡Funcionó! Antes de que don Vittorio abriera el taller, los dueños de automóviles tenían que viajar dos pueblos para encontrar al mecánico más cercano, lo cual era un dolor de cabeza si se tiene en cuenta que uno recurre al mecánico cuando el coche no funciona bien y muchas veces el vehículo no está en condiciones de circular ni siquiera un par de kilómetros.

No se vayan a pensar que don Vittorio se hizo rico: los coches no abundaban en el pueblo y las piezas de recambio tardaban lo suyo en llegar, así que muchos preferían seguir con el viejo sistema de ir al pueblo de al lado a reparar sus vehículos, ya que ahí había un taller más grande con mayor disponibilidad de repuestos. Pero lo cierto es que el negocio iba bien y don Vittorio, en cierto momento, necesitó un ayudante. Debido a la ausencia de mi padre, me preguntó a mí si me gustaría ser su aprendiz. Sinceramente el trabajo no me interesaba, sobretodo viendo que el pobre don Vittorio tenía dos dedos más cortos que el común de los mortales, ya que se los había enganchado entre los engranajes de un motor que se los cortó. Don Vittorio estaba lejos de ser deforme, solamente resultaba curioso que, como consecuencia de la mutilación, todos los dedos de la mano derecha (con excepción del pulgar) tenían casi el mismo tamaño.

Finalmente y tras la insistencia de aquel viejo amigo de mi padre, acepté. Me volví su aprendiz y no tardé en aprender el oficio, aunque varias veces estuve a punto de seguir los pasos de este buen hombre y convertirme también en un mutilado debido a lo que él llamaba “gajes del oficio”.

Unos diez años más tarde, a los pocos días de haber celebrado mi trigésimo cumpleaños, me quedé a cargo del taller ya que don Vittorio se había tomado vacaciones y se había marchado a la costa con su esposa Costanza. Los envidiaba mucho: yo solía gastarme mis ahorros en grandes farras que incluían jugar a los dados con amigos apostando cervezas. Debo reconocer que no se me daba muy bien el juego de azar.

Pero decidí ver la situación desde una perspectiva diferente: decidí tomarme vacaciones, aunque fuera dentro del taller. Sucedía que desde hace más de una década trabajaba bajo la atenta mirada de don Vittorio, que había sido un maestro excepcional, pero no dejaba de quitarme los ojos de encima en todo momento para que no metiera la pata. Era ridículo: yo me sentía bastante mejor mecánico que él al cabo de un par de años, algo que estaba ratificado por varios clientes que me pedían, por favor, que fuera yo quien les revisara el coche y no el dueño del lugar. Con los años, se le fue pasando. Don Vittorio apreciaba que yo fuera un tipo metódico: me persignaba todos los días al entrar al trabajo delante del crucifijo que había en el escritorio que usábamos para recibir y cobrarles a los clientes y todas las tardes, antes de cerrar, me encargaba de volver a poner en su lugar todas las herramientas.

Cuando don Vittorio se fue de vacaciones, yo aproveché para trabajar mucho más relajado. Subía un poco el volumen de la radio, dejaba los vasos de gaseosa apoyados en algún motor mientras lo estaba reparando y me daba el lujo de dejar las herramientas un poco desordenadas al rematar el día. Eso sí: al entrar y salir del taller, siempre me persignaba.

Una tarde en la que estaba trabajando en el motor de una moto de dos cilindros, dejé un poco suelta la cadena que suspendía el pesado artefacto metálico sobre el espacio de trabajo que había elegido para tirarme al suelo. Trabajé un par de horas y me decidí a probar si el motor funcionaba. Lo hice arrancar y ahí, suspendido sobre la floja cadena, lo aceleré un poco para cerciorarme de que no pistoneaba. El agite del motor sacudió un poco los eslabones, pero, pese a ello, la cadena no cedió. 

Yo estaba feliz: había pasado casi dos días enteros trabajando en esa chatarra y por fin lograba hacerla andar. Pero al terminar la jornada, me percaté de que me había olvidado un vaso de gaseosa debajo del mencionado motor en el que había estado trabajando. Me acerqué, me agaché, extendí el brazo para asir el vaso y ahí nomás escuché el clac: un eslabón había cedido y el motor se desplomó sobre mi brazo.

“¡Ay!” atiné a decir mientras veía cómo la gaseosa se desparramaba por el suelo del taller e inmediatamente pensé en la mirada que hubiese puesto don Vittorio si hubiera visto semejante enchastre. Me levanté, salí corriendo para buscar un trapo para limpiar y al pasar por delante de un espejo me percaté de algo inusual: me faltaba un brazo.

No lo podía creer: un motor de varios kilos me acababa de mutilar un brazo y no me había dado cuenta en primera instancia. En el muñón, no sentía nada. Tuve que acercarme a la zona del accidente y buscar el brazo cortado para asegurarme de que no estaba teniendo una visión. Efectivamente: un poco más delante de donde se había desplomado el motor, estaba el brazo.

Lo tomé con la mano que aún me quedaba ligada al cuerpo, cerré el taller como pude y me dirigí lo más rápido que pude al consultorio de mi amigo Flavio, uno de los más prestigiosos doctores del pueblo.

Cuando llegué, estaba solo, leyendo una revista de medicina y cuando me vio llegar no se percató de las consecuencias del accidente y con la voz más calma del mundo me preguntó:

-¿En qué te puedo ayudar?-

Le mostré el brazo y, acto seguido, cambió la expresión de su rostro a la que acompañó con un sencillo “¡caray!”. Flavio me examinó el muñón y el brazo mutilado. Limpió ambas heridas: tanto la de mi cuerpo como la de esa extremidad que hasta hace unos minutos había sido una parte de mí. 

Le conté a Flavio toda la historia y le pregunté por qué no había sentido nada, además de por qué no me había muerto desangrado en el camino. Me explicó que seguramente el calor del motor había cauterizado la herida, impidiendo que desfalleciera por hemorragia. Sobre por qué no había sentido nada, no tuvo una explicación tan convincente y se limitó a decir que mi cerebro estaba más preocupado por limpiar el enchastre de la gaseosa que por darme cuenta de lo que realmente había pasado.

Los dos nos quedamos unos segundos en silencio, hasta que pregunté.

-¿Y ahora?-

Flavio me explicó que, con una herida como esa, era imposible reimplantar el brazo. Mi resignación fue inmediata y, lejos de estar intranquilo por saber que iba a tener que empezar una vida de manco, mi gran preocupación era pensar en cómo le iba a explicar lo que había sucedido a don Vittorio y en cómo iba a reaccionar la gente del pueblo cuando me viera en la misa del domingo con un solo brazo.

Después de agradecerle a Flavio por sus servicios, me levanté y me dirigí a la puerta del consultorio, pero antes de salir, él me llamó la atención sobre algo.

-¡Ey!, no olvides esto- dijo mientras me extendía el brazo para que me lo llevara. 

Nunca me había puesto a pensar en qué se hacía con un miembro mutilado. Por un minuto pensé en que se lo podía tirar a la basura, pero inmediatamente pensé: eso no es de buen cristiano. Luego, me pregunté qué habría hecho don Vittorio con las falanges de los dedos que le faltaban.

Me fui a casa y me quedé sentado en el jardín con el brazo en mi regazo. Le di vueltas al pensamiento que tuve sobre lo de no ser un buen cristiano. ¿Por qué no era de buen cristiano tirar el brazo a la basura? Tardé dos o tres minutos en hacer el siguiente razonamiento: ese brazo mutilado era una parte de mí y, como yo era un buen cristiano, lo que correspondía era enterrarlo. Así que no tardé mucho en ir al garaje de casa a buscar una pala y hacer un agujero en la tierra en el que di sepultura a esa parte de mí. 

Alguien podría pensar que sentí que una parte de mí había muerto, pero no fue así. Me reconfortó actuar como un buen cristiano y decidí seguir con mi vida de la forma más normal posible. Pese a ello, tengo que reconocer que algo me empezó a incomodar en los días siguientes. No fue el hecho de tener que alternar cuchillo con tenedor en la misma mano durante las comidas, ni el tener que pasar los cambios con la única mano que asía el volante mientras conducía. De hecho, no tenía bien en claro que era lo que me inquietaba.

El domingo en misa la gente me miraba raro. Murmuraban por lo bajo algo sobre mí al verme pasar con una manga vacía y yo no entendía por qué. Al terminar el servicio, me fui a confesar y le dije al padre Carlo que sentía que le había fallado a don Vittorio con mi metedura de pata. Literalmente, usé la expresión “meter la pata” y el cura no pudo evitar una leve carcajada al pensar que lo que realmente había metido era el brazo. Al final, la escena se resolvió con un Padre nuestro y un Ave María.

Sin embargo, para mí, la inquietud siguió. Me pregunté por qué el padre Carlo no me había preguntado qué había hecho con el brazo y, mientras salía de la iglesia y veía el pequeño mausoleo de Luigi Perolo (obispo de Padua en el siglo XVIII), tuve una pequeña revelación. Corrí a casa y me decidí a desenterrar el brazo. Luego esperé a que se pusiera el sol, para llevar a cabo una idea que creía que mitigaría mi incertidumbre.

Cuando el cielo se oscureció y al pueblo sólo lo iluminaban unas pocas farolas y muchas estrellas, me dirigí a la vieja parroquia en la que me había confesado horas antes. Rodeé el edificio hasta llegar al campo santo donde estaban enterrados varios paisanos y con la misma pala que había cavado el hoyo en el jardín de mi casa hice un agujero en la tierra. Deposité el brazo y rellené el hueco con la tierra que había removido hacía unos instantes. Emprolijé la superficie y me retiré del cementerio.

Llegué a casa, me senté en una silla de paja en el jardín con un vaso de gaseosa en la mano. Por fin, me sentí aliviado. Sabía que toda aquella moral cristiana no me hubiese permitido descansar en paz, si aquella parte de mí que ya no tenía vida no era sepultada en suelo sagrado. Por suerte, el entierro clandestino había restablecido la paz en mi ser.

Me puse a reír a carcajadas, imaginando la cara de San Pedro al ver que de entre toda la procesión de almas que llegaban pidiendo que les abra las puertas del cielo había un brazo que llegaba solito. Después de sonreír un rato largo, me acordé que yo, en todas esas cosas, no creía.

 

 

 

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